sábado, 9 de octubre de 2010

Ella solía susurrar palabras en mi oído.

Negras tormentas agitan los aires
nubes oscuras nos impiden ver,
aunque nos espere el dolor y la muerte,
contra el enemigo nos llama el deber.


Un día ella me dijo que los anarquistas son como una roca enorme cayendo por un peñasco. Yo no supe qué decir y decidí encender un cigarrillo y desviar mi mirada a la ventana de la habitación que compartíamos desde hacía un tiempo.

Después esa roca libertaria tomó real significación dentro de mí. Los pensamientos se descifraron y sacamos aún más a la luz. La fuerza de esa roca no teme a la profundidad de lo desconocido. La velocidad aquí no es alternativa, la fija la imaginación.

Ella sabía muy bien qué decir y cuándo. Ella solía susurrar palabras en mi oído por la mañana en esos lugares desconocidos por los hombres. Viajábamos libres por las páginas de los clásicos tomando café en la terraza. Sacudía mi cabeza y topaba cara a cara a mis detractores. Su aliento saciaba mi sed y me revitalizaba al instante de la pesadumbre de una vida sin sentido.

La caída de la piedra es violenta y crea estruendos que hacen gemir de dolor a los que buscan hacerse de su silencio.

Me dijo que sus amigos los anarquistas eran nobles y fuertes, sacudían prejuicios sostenibles sólo por la idiotez de lo irracional. Fumaban y bebían todos juntos por las noches desnudos en bailes paganos, sonreían del cansancio y notaban sus venas hincharse al acercarse el bobo.

Solíamos pasar horas y horas pintando telas de negro e imprimiendo panfletos para sus reuniones. Su pasión me hacía sentir mal por no ser contagiado por ella. Era tan complicado para mí. Tan imposible lo suyo.

A la piedra veloz nada la podía parar. Ni el hierro creado por el hombre, ni las rocas pequeñas con las que se topaba constantemente en su trayecto firmemente trazado.

También me contaba que ellos solían llenar las calles de banderas rojinegras y tapiar las puertas de los sitios funestos. Se sentía tan feliz de estar con ellos, que cuando los empezaron a extinguir, ella se marchitó como flor en un día soleado. Los cazaban como animales, los obligan a besar los pies de figuras religiosas. Se refugiaban esmeradamente y, sin embargo, sorpresivamente, eran encontrados por cientos y lanzados al infinito mar. -¡¡Traición!!!- gritaba sin cesar por la habitación arrancándose  mechones del pelo.

La risa, de pronto, fue llanto y desesperación. Ella ya no estaba conmigo, estaba lejos dibujando la A en una calle que no conocí. El café ya no le duraba y el cigarrillo le empezaba a provocar dolor de cabeza con sólo tomarlo entre sus dedos.

Empezó a dormir por largas horas, mientras yo veía su pelo negro cubrir su rostro pálido desengañado. Las abejas y las flores brotar no le fueron ya suficientes. Repetía constantemente que sus anarquistas irían por ella en la noche. Llegarían por el balcón, entrarían por la puerta corrediza y, sin despertarme, se la llevarían desnuda sobre sus hombros cantando una de esas canciones del 36 español.

Ya no quería salir a confrontar a nadie, su hablar se viciaba y su pluma se esfumó. Un día ordenó nuestros libros, regó sus flores del balcón y salió con un pequeño morral lleno de hachís y tabaco sin decirme algo. Al instante supe que ella no regresaria más.

Bien a bien, yo nunca conocí a esos anarquistas. Parecían convencidos de que no hubiera ni dioses ni amos. Tal vez por eso fueron perseguidos, porque su ruido al caer destrabaría las conciencias de los hombres.
Yo creo que ella todavía me recuerda, y la forma en cómo la miraba a los ojos. Las calles por las que ella quería andar no eran ya éstas que están afuera de esta oscura y muerta habitación. La roca cayó y cumplió asi, su deber..

Ella desapareció felizmente con ellos silbando melodias libertarias y fumando su hachís.

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